miércoles, 2 de enero de 2013

El agua eterna

No hay nada que me atormente más que enterarme que alguien a quien yo quiero no conoce el mar. En cuanto descubro que nunca lo han visitado, me entra una pena gigante, una que se va y regresa gruñendo dulcemente; me transformo en una tristeza salada y profunda, en una promesa de eternidad. Y es que el mar es algo arrebatador, casi como un derecho humano, una vez que lo has tenido, no lo quieres perder. Además, el mar es para mí como una enfermedad deliciosa pues no quiero ser el único que la tenga. Quiero compartir el mar, por eso es que cada que me entero de que alguien a quien quiero mucho no conoce el mar, me prometo que algún día lo visitaremos juntos.

Hasta ahora eso no ha pasado. No he regresado al mar, mucho menos he llevado a nadie a que lo conozca. Es por eso que me gusta prometerme que llevaré a quien me gustaba o a una de mis mejores amigas al mar, para tener un motivo de peso para volver al mar. Al principio eran las vacaciones, pero después de lo de mi papá y mi prima, mi familia prefiere salir a otros sitios; después iba a visitar a un tío, pero ya no vive cerca del mar (y ya no lo visito). Ahora no me queda más que prometerme volver al mar, entonces no seré de nuevo una tristeza muy mansa y gris, dejaré de ser río y me volveré, quizá, nada. Cuando esté en el mar tendré otro nombre, entonces call me Ishmael.

Por ahora lo que tengo es lluvia, también me gusta, en el siguiente orden prefiero el mar, luego la lluvia y después la niebla. Y es que sé que los tres son agua eterna.

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